«Monza» (¿y para qué quieres más título? Con eso basta) extraido de Car and Driver TheF1

Hay lugares que son más que eso, son verdaderos «recintos». Monza, es conocida como la «catedral de la velocidad» y este sobrenombre no se lo ha ganado en vano. Este fin de semana, llega a su fin la temporada Europea de la F1 por este año, pero cierra con uno de los mejores circuitos de la historia: El Autodromo Nazionale Monza, una verdadera joya del deporte motor.

Y tan grande como ese circuito, hay artículos que merecen ser compartidos, y al leer este de José Manuel Zapico en Car and Driver, no he dudado ni un segundo en compartirlo con ustedes. «Virutas de Goma» es la página de este experimentado personaje en el mundo de la máxima categoría, normalmente tienen un toque cómico, pero esta «Viruta», dedicada a Monza, tiene un toque casi mágico, espero les guste…

Si quieren leer el artículo original, les dejo el link:

http://www.caranddriverthef1.com/formula1/blogs/virutasdegoma/monza-y-para-que-quieres-mas-titulo-con-eso-basta

Monza no es un circuito normal. Es más un santuario que una pista. Un lugar donde hasta los no creyentes se vuelven apóstoles. Monza no es un trazado, es una experiencia, una sensación, algo que te transforma de manera inevitable, se te mete dentro, hay un antes y un después, es matemático.

Los circuitos suelen estar en lugares inhóspitos, alejados de la civilización… molestan. Il Autodromo, que es como llaman los aborígenes al circuito, está como quien dice a la vuelta de la esquina… literalmente. Llegas desde el aeropuerto hasta una avenida de cuatro carriles que pasa por delante de la Villa Reale, ese émulo del palacio de Versalles que ordenó construir María Teresa I de Austria. Una suerte de palacete donde han organizado conciertos de Supertramp, Pink Floyd o Jamiroquai… ¡en el patio de caballos! Imagínate el resto.

Como todo buen palacio, debe tener unos jardines, y la Villa Reale tiene uno grande, muy grande, precisamente está en el libro Guinness de los Records por albergar el bosque vallado más grande del mundo; dentro hay un hipódromo, un campo de golf y una pista de carreras –que antaño fue más grande aún–. Una vez que llegas al semáforo donde la avenida parece perderse hacia la derecha, hay una calleja estrecha y sombría; a su izquierda hay una serie de edificios de tres plantas, pisos vecinales, y a la derecha ves una tapia de color teja con evidentes señales del paso del tiempo, la pintura descascarillada por efecto de la humedad y manchas oscuras en sus esquinas dan fe de la dureza de la climatología.

Cuando la calle parece terminar, giras hacia la derecha y atraviesas el muro registrado en el libro Guinness y entras a Il Parco. No ruedas con tu coche de alquiler más de 300 metros hasta que llegas a un portón enrejado que corre de izquierda a derecha. Allí los ojos azules del señor Galbiati te preguntan sin palabras, amable pero con gesto adusto y riguroso, que le muestres tu pase, el de todos los ocupantes del vehículo y el del propio coche. Si no los llevas tendrás que aparcar a un lado y esperar a que alguien te los haga llegar desde el interior. Una vez que pasas el «Filtro Galbiati» (quédate con el nombre, es importante), llegas a una larga avenida arbolada. Al final y a la derecha, se abre una pequeña desviación que pasa por debajo de la recta principal. En ese túnel verás a los lados un par de luces amarillas tipo «camión de la basura». Si llueve y empiezan a parpadear, saca rápido tu coche de allí o te ocurrirá lo que a Ralf Schumacher hace unos años: tuvieron que sacarlo poco menos que en una barca, su coche quedó allí varado con agua hasta las ventanillas. No hay alcantarillas por debajo de ese nivel.

Cuando has pasado el túnel, el paddock se abre hacia tu izquierda y llegas a un planeta distinto, algo que te suena pero no encaja con lo que has conocido hasta hoy. La luz es distinta, el aire tiene personalidad e incluso escuchas más de lo habitual; el sonido de tus pasos, la voz de la gente charlando, ruidos lejanos de motores suenan hasta distintos, y empiezas a grabar dentro de tu cabeza una banda sonora que no olvidarás jamás. Es la atmósfera más racing del mundo, no hay otra igual, desde el tipo que te pide amablemente una vez tu pase hasta Lorena, la señora que te atiende en la librería del circuito, todo es… familiar, cercano, dan ganas de quedarse allí más tiempo, lo empiezas a echar de menos cuando te das la vuelta.

La espalda del edificio de boxes es gris y azul, moderna, confeccionada con planchas de aluminio pero sin poder ocultar rasgos de lo vetusto del entorno. Si vas caminando hasta el fondo, y cerca de la gasolinera de Agip que hay en el paddock, de golpe, sin avisar, es como si te golpease en la cabeza el científico loco de «Regreso al futuro» y te llevase en su DeLorean al pasado… ¿Qué estás viendo? ¿Qué son esos garajes de puertas de madera pintadas mil veces a mano de color gris? ¿Por qué el suelo está adoquinado? ¿Por qué las farolas tienen un óxido casi secular? ¿Por qué? … er…¿Cuál es el misterio? Acabas de llegar al inicio de todo, al principio, a los boxes del Monza del año 1922, que no eran paralelos a la pista, sino perpendiculares a ella. Te pellizcas el brazo. Te mojas los labios. Te frotas los ojos. Miras el reloj, su fecha. Si, es cierto, sigues viviendo en 2011, pero allí delante tienes la prueba viva de que ‘eso de las carreras’ era incluso anterior a tus abuelos. Monza está jalonado de detalles como este, como postales con la historia de la velocidad congelados en el tiempo que resisten a escapar de su status de protagonistas a pesar de ser poco menos que inútiles en el siglo XXI… pero allí siguen, aguantando tambien los rigores invernales y el sofocante calor veraniego.

Das diez pasos, caminas unos metros, y te topas con un edificio que dibuja un semicírculo acristalado desde el que puedes ver una carrera mientras comes en el restaurante de lujo que se monta en cada Gran Premio. «Esto se hizo con dinero del Comité Olímpico y el Ayuntamiento por petición de Bernie«, me sopla al oído un responsable del circuito en una de esas comidas. Evidentemente de vez en cuando han de dar pasos hacia delante, pero se aferran al valor de lo pretérito en una mezcla de veneración, respeto y búsqueda de los porqués.

El trazado comenzó siendo un óvalo, al más puro estilo americano, con enormes peraltes a los lados que hoy día tienen vetado el acceso a vehículos ante su peligrosidad. A pesar de las vallas y candados siempre puedes acceder con una moto pequeña o a pie; todos hacemos lo mismo, intentamos llegar a lo más alto y es casi imposible debido al ángulo ascendente que una vez fue una pista de carreras. Es obligado hacerse la foto, cuanto más alto, mejor. Para llegar a los peraltes o cualquiera de los accesos ‘a la zona de la pista’ tienes que atravesar la parte del bosque que está dentro del trazado. Si mirases desde arriba, pensarías que alguien tuvo que arrojar el trazado desde un avión, porque las largas rectas de Monza, con sus chicanes, atraviesan un bosque o… er… puede que sea el bosque el que atraviesa la pista. De hecho es tan peculiar la orografía de Il Autodromo, que dentro del óvalo te puedes cruzar con tíos haciendo footing, señoras paseando al perro o familias enteras en bicicleta… la parte interna ¡es pública!. Lo que no es público es el acceso a las inmediaciones del asfalto, donde asoman las vallas y sin tu pase o entrada, sólo escucharás pasar los coches y el eco atravesando la densa arboleda sin ver nada.

El circuito forma parte de la ciudad, es un vecino más, está grabado a fuego en el ADN de los ‘monzeses’ (pronúnciese ‘monchese’). Por eso fue un verdadero drama cuando unos vecinos llegaron a un juez con el certificado de un psicólogo que decía «los hijos de estos señores no aprueban en el colegio porque las carreras de coches los vuelven tarumbas«. Cuando el togado vio aquel papel dijo: «No hay más carreras«, y el estupefacto pueblo de Monza no supo qué decir ante una de las vitales fuentes de riqueza de su sociedad. La decisión fue tan sencilla como sorprendente: los dirigentes de la pista, encabezadas por el Doctor Ferrari(*), nieto de Il Comendatore, crearon una pequeña comisión que compró sus pisos a las dos familias molestas con esta actividad, y les reubicaron en otra zona de la ciudad. Il Autodromo no se puede permitir tener vecinos incomodados en esa medida, y más aún cuando el juez llegó a poner en peligro la viabilidad del recinto.

Otro gesto similar tuvieron para con los ecologistas que se les echaron encima cuando modificaron la llamada Primera Variante, la chicane del final de recta de meta. Antes del año 2000 tenía otro trazado, la curva de cogía hacia la izquierda y luego hacia la derecha; ahora es al revés, y para ello tuvieron que talar 50 árboles del bosque. La pista, a cambio y para aplacar la furia verde de los medioambientalistas, plantó en otro lado del parque… ¡5.000 árboles!

Monza no tiene viales auxiliares. Bomberos y ambulancias han de entrar en pista para socorrer a posibles heridos; grúas y ambulancias son como en todo el resto del mundo, pero los bomberos de la ACEA, que dicen ser los mejores del mundo, ‘pilotan’ Ferraris Testarrossa… «Son para llegar antes adonde esté el fuego«, dicen. Todos estos vehículos llegan a sus puestos por la propia pista antes de que comiencen las pruebas; por ello les ves al acabar las sesiones hacer su propia carrera hasta llegar a la recta de meta… a la hora de comer. Allí quedan estacionados, justo desde donde salen los coches en carrera, hasta que las sesiones se reanudan y vuelven a recorrer el tramo de pista necesario hasta llegar a sus lugares habituales de actividad.

El día del Gran Premio de Italia es el equivalente local a los San Fermines, las Fallas o la Feria de Málaga: la fiesta que todos esperan y para la que todos se preparan. En Italia se preparan con barbacoas y tiendas de campaña; la costumbre dicta que ‘hay que colarse’ y el plan es hacerlo la noche anterior. La idea es saltar la tapia, altísima, y pasar la noche de juerga en el interior del recinto. Los Carabinieri se esfuerzan en el entorno de Il Parco pero sencillamente no dan a basto. Si consigues realizar con éxito «El Salto de la Reja» al más puro estilo almonteño, te espera una buena juerga en uno de los lugares más increíbles del planeta, rodeado de una atmósfera absolutamente única y con un despertador que jamás habrás tenido cerca: varios F1 arrancando sus motores. En el año 2002 hicieron un cálculo estimativo que apuntaba a que de los 180.000 espectadores que vieron la carrera, unos 60.000 no pasaron por taquilla.

De cómo viven ‘su’ Gran Premio los tifossi te puede dar fe Eddie Jordan. A finales de los 90, uno de sus pilotos se atizó y bien en la Segunda Variante, y su coche quedó varado al lado de la pista hasta el final de la prueba. Cuando los mecánicos del equipo fueron a recogerlo no quedaba nada de él, apenas el chasis. Volaron alerones, cables, volante, asiento, amortiguadores, ruedas… todo. El público invade la pista al acabar la carrera y arrambla con todo lo que pilla: señales, publicidad, lo que haya. Desde entonces hay orden de que las grúas eleven los coches que queden desperdigados por la pista por abandono en carrera y guardias de seguridad custodian y rodean las grúas, por si los choris en busca de un ‘souvenir’.

¿Recuerdas al Signore Galbiati, el portero? Su hijo Daniele nació en la casa de color beige que hay pegada a la entrada. Ejerce de garita de seguridad y de casa del guardés de la finca. Daniele nació en ese pequeño edificio, dentro del circuito… hoy es el director deportivo de Il Autodromo. De niño jugaba entre coches: Fittipaldi, Hill, Regazzoni… Esos eran los tíos del pequeño Daniele. Ahora es el encargado de sacar los Safety Cars en carrera, de agitar la bandera a cuadros. Dime que esto no es magia…

Todo en Monza es único, diferente, personal e intransferible. No hay otro lugar como ese. Esa especial manera de entender las carreras, sus necesidades, sus peculiaridades crean un aire sobrenatural que hacen de todo lo que ocurre allí una experiencia única y dificilmente descriptible para el que no la ha vivido. Sí, sin duda una vez que pisas Monza, te une a aquel sitio un hilo invisible que amarra el asfalto italiano con tu corazón.

PD: La foto de esta viruta no tiene viñeta, ni chiste, ni título, ni siquiera firma. Es una foto cruda, rara, bella al tiempo que emana cierto grado incluso de siniestralidad. Es como si acabase de ocurrir allí un crimen… o estuviera  apunto de pasar algo importante. Muestra uno de los rincones más mágicos de todo el recinto: el peralte, parapetado por una valla vieja y oxidada, a la que alguien echó un candado hace décadas. Si vas alguna vez, a la izquierda hay una abertura por la que puedes entrar. Hazte la foto…

(*) Una noche, durante una cena, casi consigo comprarle el circuito al Dr. Ferrari para traérmelo a mi ciudad. Los que estuvieron presentes me dicen que jamás había estado tan convincente y locuaz, un evidente efecto secundario del limonchello, que desapareció misteriosamente aquella noche. El Dr. Ferrari no aceptó mi oferta… afortunadamente.

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Rodrigo Reyes

Cinéfilo, gamer y futbolero. Gamer & Movies are my lifestyle. @Roy10general